domingo, 1 de febrero de 2015

La Copa del Mundo

Anoche me marché a la cama muy temprano, justo después de cenar. Estaba enfadada porque mi equipo de fútbol había sido eliminado de la Copa del Rey. Los comentaristas de la televisión decían que el árbitro había perjudicado a mi equipo. No pude dejar de pensar en el árbitro cuando estaba durmiéndome y creo que, al final, el sueño que tuve fue debido a mi enfado.

Lo primero que recuerdo es que estaba en medio de un campo de fútbol. Era un campo verde, con las líneas perfectamente pintadas de blanco, inmenso y de lo grande que era, me parecía que estaba yo sola. Pero no lo estaba, pasados unos segundos pude ver que a mi derecha estaban los jugadores de un equipo, vestidos de rojo y próximos a una portería; en la portería de la izquierda, los jugadores de otro equipo estaban vestidos de azul. De pronto, oí el pitido de un silbato, que yo misma había soplado, y los jugadores de los dos equipos comenzaron a correr hacia mí. En ese momento miré hacia mis pies y vi un balón de fútbol. También vi que iba vestida como el árbitro de un partido de fútbol, con pantalones negros y camiseta rosa, pero no de un rosa cualquiera, el rosa era un rosa chicle, chillón, que se veía a kilómetros de distancia.

El público que llenaba las gradas cantaba, gritaba y movía sus bufandas rojas y azules. Cuando vi de cerca a los primeros jugadores corriendo, me asusté. Tenían sus caras enfadadas y me miraban como los guerreros miran a sus enemigos. Allí estaba yo, vestida de un color rosa “discreto”, lo idóneo para camuflarme para que no me vieran. Pero no pasó nada cuando llegaron los primeros jugadores, todos me dieron la mano y me sonrieron.

En ese momento, la pelota se había hecho más pequeña y los jugadores se habían transformado en jugadores de futbolín. Eran de madera, la mitad pintados de rojo y la otra mitad de azul, con una barra de hierro atravesando sus cuerpos. Sus caras eran ridículas, pero allí estaba el futbolín y allí estaba yo. De pronto, oí una voz que decía: “Señoras y señores, bienvenidos a la Copa del Mundo de Futbolín”. Entonces, aparecieron un tailandés enano vestido de rojo y un gigante ruso vestido de azul. Eran los dos finalistas y yo era el árbitro de la final.

De lo que ocurrió después no recuerdo mucho. No sé si fue una final disputada, no sé quién ganó, pero sí creo que yo debí hacerlo bien porque los dos finalistas me abrazaron y en sus idiomas me dijeron: “Gracias, lo has hecho muy bien”. Yo no sé hablar tailandés ni ruso, pero les entendí perfectamente.

Cuando me estaba despertando, he notado que estaba buscando una bola de futbolín entre las sábanas. Por supuesto, la bola no estaba.

Mi Móvil de Última Generación

Cuando voy al Instituto, estoy en casa o en cualquier lugar, no olvido tener mi móvil cerca de mí. Es el medio de comunicación que tengo con mis amigos y con mis padres. Hace dos años les convencí de que me compraran un móvil para avisarles al finalizar mis entrenamientos de baloncesto y que no tuvieran que estar esperándome aburridos en las gradas a que terminara. Y, después de mucho insistir, me compraron uno.

Mi primer móvil fue un “ladrillo” y sólo servía para hablar. De hecho, me daba vergüenza que mis amigas lo vieran porque yo era la única que tenía un móvil para hablar, ellas tenían unos móviles tremendos para conectarse a Internet, Instagram o Whatsapp. El otro día soñé con mi móvil y me desperté asustada.

No recuerdo el principio del sueño, pero recuerdo que tenía mi móvil actual: un Samsung  Galaxy S3 Neo. Me lo regalaron el Día de Reyes como el mejor de los regalos que tuve. Yo ya sabía que me lo iban a regalar, pero me hizo mucha ilusión. En el sueño tenía mi móvil y lo estaba usando como siempre. Acababa de salir del Instituto, donde lo tengo apagado menos en el recreo y acababa de encenderlo cuando recibo un mensaje muy largo de Whatsapp de alguien que no conocía. Me puse a leerlo, mientras andaba, cruzaba calles y me despedía de algunos compañeros de clase. Era tan largo que ya estaba llegando a mi casa cuando llegué al final, donde decía:

“Si has llegado hasta leer esto, el móvil se autodestruirá”.

Y empezaron a caerse las teclas, la carcasa se deshizo y el resto del móvil se hizo humo. Yo me quedé asustada y corrí a casa. Cuando llegué, les dije a mis abuelos:

- Que se ha destruido mi móvil, que se ha hecho humo.

Mis abuelos se rieron y me dijeron:

- Déjate de tonterías y siéntate a comer, que tu madre ha avisado que vuelve tarde de trabajar.
- Abuela que es verdad, que mi madre me va a matar, pero que se ha hecho humo el móvil, que es verdad.

Tenía ganas de llorar. Por primera vez tenía un móvil como el de mis amigas y va y se hace humo por leer un mensaje. Cuando llegó mi madre, venía acompañada de mi padre, quien me regañó por haber perdido el móvil.

Más tarde, tenía que ir a la academia de inglés y al ir a ponerme el abrigo noté que el móvil estaba en el bolsillo. Me sentí mejor pero, como iba con prisa, no abrí el bolsillo y salí corriendo hacia la academia porque llegaba tarde. En el camino, notaba el peso del móvil pero no podía entretenerme. Al final de la clase de inglés cogí mi móvil y al ir a consultar mis mensajes de Whatsapp, vi que mi móvil de última generación se había convertido en un móvil “ladrillo”. ¡Era el primer móvil que había tenido!

Al día siguiente al despertarme estaba con un susto tremendo.

El Campamento Bilingüe

El pasado verano estuve en un campamento de inmersión lingüística del Ministerio de Educación, en Guijo de Ávila, junto a otros niños y niñas de mi edad de muchos lugares de España. Allí coincidí con una amiga del Instituto, Celia. El día que me llevaron mis padres al campamento estaba muy asustada porque no sabía si entendería a los monitores en inglés. Pero, al final, me lo pasé muy bien e hice muchos amigos.
 
El otro día soñé con este campamento bilingüe y las cosas no fueron tan bien.
 
El sueño comienza cuando se marcharon mis padres. Había dejado la maleta debajo de un porche, junto con las maletas del resto de compañeros y estaba hablando con Celia. Recuerdo que estábamos nerviosas y que hablábamos de si seríamos capaces de aguantar quince días hablando en inglés. Al mirar alrededor, vi que los compañeros y nosotras hacíamos lo mismo que hicimos en el campamento: hablábamos entre nosotros y nos presentábamos diciendo nuestros nombres y la ciudad de dónde veníamos.
 
Oímos un mensaje por un altavoz diciendo:

-Hola chicos, coger vuestras mochilas e ir hacia las cabañas que os hemos asignado.
 
El mensaje era en alemán y todos los compañeros de alrededor, menos yo, entendieron el mensaje en alemán. Casi me eché a llorar, mis padres se habían marchado y me habían dejado en un campamento confundido. Le pregunté a Celia:
 
- Celia, pero a ti, ¿tus padres te han apuntado a un campamento de alemán?
 
No entendí lo que Celia me contestó y, sin haber pasado diez segundos desde que la había mirado, ahora estaba vestida con una falda y unas coletas alemanas. La situación me estaba poniendo muy nerviosa y decidí ir a por mi maleta. La cogí y me puse a correr hacia la salida para intentar llegar hasta el coche de mis padres, pero no lograba acercarme hacia la salida por más que corría y corría. No me movía del sitio.
 
Después de un rato corriendo, decidí pararme y me marché hacia la cabaña que me habían asignado. Al abrir la puerta de la cabaña, en lugar de una habitación, había una piscina cubierta y fuera hacía mucho frío. Mis compañeras de cabaña no hablaban español, ni inglés, ni alemán, hablaban sueco. El agua de la piscina estaba congelada y había unos pingüinos y un oso polar que corrían por el borde. Era gracioso, pero estaba muy nerviosa, así que decidí irme a la cama. La cama era una silla de playa. Como hacía mucho frío me puse toda la ropa de la maleta y me arropé la cabeza para llorar.
 
Me desperté pasando mucho calor, en medio del desierto, junto a unos árabes que montaban en camellos y me decían:
 
- Tú estás loca, durmiendo con abrigo en medio del desierto. ¡Te va a dar algo!
 
Al final, me desperté en la realidad sudando y muy nerviosa. Sólo pensaba en lo bien que me lo pasé en el campamento y lo mal que lo había pasado en el sueño.

El Concurso de Ciencias

Otro día, mi padre me dejó un reportaje acerca de la vida de científicos famosos a los que les habían dado diferentes premios y cómo en Estados Unidos hacían competiciones entre institutos para descubrir a futuros talentos.

Me quedé dormida leyendo el reportaje y pensando en qué pasaría si eso sucediera aquí en España. Debió de gustarme bastante porque, de pronto, yo estaba en medio de mi clase sentada en una silla, todos íbamos vestidos con un jersey verde que tenía un escudo extraño y la profesora de Ciencias Naturales estaba haciéndome preguntas muy rápidas que yo tenía que contestar. Delante de mí había un reloj, yo contestaba todo: rocas, volcanes, velocidad, Sistema Solar, vamos todo lo que estudiamos en Ciencias.

No era yo la única que pasaba por la silla, todos los de la clase íbamos haciéndolo y lo mejor es que todos contestábamos a la perfección.

Más tarde, estábamos en el salón de actos del Centro Cívico José Saramago. Había muchísima gente conocida y muchos famosos. El rey Felipe VI estaba sentado en el centro del escenario, junto a la reina, a un lado estaban mis antiguos compañeros del colegio, sentados en escalera y al otro lado, nuestra clase. Nos iban haciendo preguntas que debíamos responder cada equipo.

Había un marcador gigante, estábamos casi empatados, pero nosotros llevábamos alguna respuesta más, teníamos que llegar a cien respuestas correctas. Cuando solo quedaba una respuesta, el presentador hizo la pregunta: ¿cuál es la fórmula de la velocidad? No me lo podía creer, lo acabábamos de estudiar en ciencias. Rápido contesté y todos comenzamos a saltar y abrazarnos, hasta mis antiguos compañeros me abrazaban. El rey y el presentador nos entregaron el premio, era un cheque para viajar todos a la NASA.

Y allí estaba yo, con una bata blanca en una sala grande, llena de ordenadores y gente con cascos hablando, delante de un ordenador. Yo hablaba con el astronauta que pilotaba la nave espacial de vuelta a la Tierra, hablaba en inglés y en español, o eso creo, dirigiéndole  hasta que aterrizó.

Todos me felicitaban y allí tenía en mis manos un periódico donde aparecía en una foto con el astronauta y un titular que decía: “Joven científica propuesta para el Premio Nobel de Ciencias”.

Ese día cuando me desperté, tenía la sensación de haber dormido muy bien, y fui más contenta a estudiar al instituto.
      

La Gran Detective

Después de ver mi serie favorita, me quedé profundamente dormida y comencé a soñar que estaba en la Comisaría. Yo era la inspectora Becker y mi compañero, un escritor famoso, Castle, me contaba los detalles del último asesinato que teníamos que investigar juntos y que todavía estaba sin resolver.
 
Se trataba del asesinato de un cantante famoso que había aparecido muerto en su camerino. El cuarto estaba cerrado por dentro, le habían matado con un lazo, pero nada en la habitación estaba descolocado. Castle insistía que el asesino tenía que ser alguien conocido y la pregunta era: ¿por dónde había salido? Porque la puerta estaba cerrada.

En menos de un segundo, los dos estábamos en el camerino analizando todos los detalles, no había signos de pelea, no era para robarle porque allí estaba su tablet, su móvil impresionante, el mejor, su cartera, su reloj  y algunas pulseras.

Tenía que ser una mujer quien le había matado, seguro porque ¿quién mata con un lazo? Alguien que lo lleve y generalmente los chicos no los usan. De pronto, al lado de la pata de la mesa que tenía el espejo enfrente, vi un pendiente caído y al cogerlo me resultó conocido. Yo había visto a alguien con ese pendiente, pero ¿a quién?  Y ¿dónde? Comencé a preguntarme una y otra vez, dónde, dónde, dónde, pero no era posible, era el pendiente que yo había regalado a mi hermana por su cumpleaños. ¿Qué hacía allí su pendiente?

Pensé que me estaba confundiendo, no podía ser ella, aunque esa noche había ido a ver su concierto y él era su cantante favorito. Miraba una y otra vez a Castle que me decía que mi hermana era sospechosa, ella podía ser la asesina.
 
Y allí estábamos los tres. Castle y yo frente a ella en la mesa, haciéndola preguntas sobre el concierto, dónde estaba el lazo de su pelo, porque la enseñábamos una foto con él en forma de diadema que se había hecho en el concierto. En un momento comenzó a llorar y empezó a decir que no, que ella no había sido, que había dejado el lazo y sus pendientes a su mejor amiga y que ella no le había asesinado, que llamáramos a su abogado y a su amiga y la preguntáramos a ella. Es verdad, que a su lado aparecía su amiga con los pendientes.

Lloraba tanto que yo empecé a estar asustada, mi hermana tiene 10 años.  Me desperté de repente, porque me senté mal en la silla y pensé que me caía al suelo. Menos mal que todo era un sueño, porque ¡si tengo que encerrar a mi hermana!


Los deberes, ¿dónde están mis deberes?

Ayer por la tarde, estuve haciendo deberes del Instituto durante cinco horas, sin poder levantarme de la silla de mi habitación. Tenía tantos deberes que ni tan siquiera pude mirar los mensajes de whatsapp de mis compañeros. Era un poco difícil leerlos porque mis padres me habían quitado el móvil para que no me entretuviera con él. Empleé veinte minutos para cenar y continué con los deberes. Tenía la sensación de que todos los profes se habían puesto de acuerdo para fastidiarme la tarde, había que hacer deberes y deberes y deberes y sólo deberes. Al final, los terminé todos, pero estaba tan cansada que me dormí apoyada en la mesa de mi habitación, sobre los cuadernos del Instituto.
 
Entonces, sonó el despertador y mi padre me dijo: “Venga María, arriba que son las siete y media”. Yo continué durmiendo, arropada con las sábanas y la manta, pero mi padre volvió a mi habitación a recordarme que habían pasado cinco minutos y allí continuaba yo durmiendo. Así volvió cuatro veces, eran las ocho menos diez y yo sólo pensaba “¡Qué tío más pesado, con lo a gusto que estoy en la cama!” Al final tiró de las sábanas y me gritó para que me levantara; en caso contrario, me quedaba sin desayuno. Fui capaz de levantarme, desayunar, lavarme y vestirme en quince minutos, todo un record para lo habitual en mí.
 
Tuve que correr hasta la salida del aparcamiento. Allí estaba mi padre, enfadado, murmurando “¡Es que no te das cuenta que llegaré tarde a mi trabajo!”; es decir, lo de todos los días. Hicimos algo de rally, no había tiempo para ir despacio y en cinco minutos fue capaz de llevarme a la entrada del Instituto. Eran las ocho y treinta minutos exactos.

- Ten cuidado al cruzar – me dijo, con cara de perro – y aprovecha el tiempo.
- Adiós – creo que le contesté, aunque no estoy segura.
 
Crucé la calle, saludé a mis amigas y tuve que calmar a una de ellas que estaba enfadada conmigo porque no había contestado a sus whatapps. Le dije:

- Estuve toda la tarde haciendo deberes y mis padres me quitaron el móvil.
 
Lo siguiente que ocurrió fue terrible. Me di cuenta de que no tenía mi mochila y de que me la había dejado dentro del coche. Salí corriendo a la calle, ya no había nadie. De hecho, no había ni coches aparcados, había oscurecido y parecía que comenzaría una gran tormenta en cualquier momento. Oí una voz que me dijo:

- María, para dentro. Tienes dos segundos para llegar al aula o te pondré una falta.
 
Era el director, Rafa, desde una silla de árbitro de tenis. Estaba comiendo un bocadillo de atún o algo parecido y se le escurría el aceite por las manos. Estaba ridículo, pero yo no lo pensé, salí corriendo hacia la calle y seguí un coche. No era azul, como el de mi padre, pero llevaba una mochila con libros sobre el techo. No le alcancé y volví al Instituto. El director me estaba esperando, con mis padres al lado. También estaban mi hermana Inés, mis cuatro abuelos, mis tíos, mis primos, mis compañeras del equipo de baloncesto, mi entrenadora, todo Leganés me miraba con cara de sorpresa. Todo fueron regañinas y yo las tuve que soportar callada. Entonces, alguien me dijo al oído:

- Venga hija, vete a la cama, que te has quedado dormida.
 
Era mi madre. Me desperté sin saber dónde estaba, ni lo que me decía. Me había quedado dormida y no habían pasado más que diez minutos.
 
Hoy me he levantado a la primera, he desayunado tranquilamente y he llegado al Instituto diez minutos antes de las ocho y media. En todo momento, he tenido a mi mochila cerca desde que he salido de casa y durante el trayecto en el coche no la he apartado de mis piernas.

El Viaje de Diego

El nombre de nuestro protagonista es Diego, un joven madrileño de 24 años que acaba de terminar sus estudios en la universidad. Sus últimos cuatro años han sido de estudio continuo, en la Escuela de Ingenieros Agrónomos durante el curso académico y en Irlanda durante el verano para estudiar inglés a la vez que cuidaba de los hijos de una familia con la que vivía en Dublín. Este pequeño trabajo del verano y las clases particulares que daba a los hijos de sus vecinos le han permitido ahorrar el dinero suficiente para comprar un billete de avión a India y poder hacer el viaje que durante años ha tenido pensado.

Esta mañana Diego ha tomado el metro hasta Argüelles y ha esperado pacientemente a que llegara su turno en la agencia de viajes y poder comprar el billete de avión para París, donde tomará un vuelo directo a Coimbatore, India. Quiere salir el próximo lunes 12 de Enero y volver tres meses más tarde, a ser posible pagando la menor cantidad de dinero. El billete más barato vale 763,00 EUROS, justo la cuarta parte del dinero que tiene ahorrado y le supone estar viajando 25 horas desde su salida de Madrid hasta la llegada a Coimbatore. Menos mal que a Diego no le importa dormir en el aeropuerto Charles de Gaulle de París, encima de una mochila donde llevará toda su ropa, unos cuadernos en blanco para escribir sus experiencias y una cámara de fotos. La fotografía es su gran pasión y espera hacer en India esa foto perfecta y única que enseñará a sus amigos cuando regrese.
 
Cuando está entrando al avión que le llevará a Coimbatore se da cuenta de que el viaje a India ha comenzado. Está rodeado de hombres, mujeres y niños con piel de color aceituna, delgados y siempre sonrientes. Se nota diferente entre ellos. En el vuelo duerme y charla con el pasajero de su derecha. Su nombre es Gautam, tiene 62 años y nació en Agra. Durante horas le habla del Taj Mahal y de sus más de 20 años trabajando en Bruselas. Hoy viaja a la casa de su hija en Coimbatore para conocer a su primera nieta. Su inglés le resulta difícil de entender y así se lo dice. Con una amplia sonrisa Gautam le responde:

- No te imaginas cómo hablan mis amigos en Agra, tan rápido que ni los ingleses nos entienden. Pero no te preocupes, te acostumbrarás.

Ha sido una suerte haber conocido a Gautam, quien le ayuda a la llegada a Coimbatore. En el trayecto a su primer alojamiento en la ciudad, un hotel cercano a la estación de tren, Diego ve pasar a su lado a decenas, centenas, miles de personas. Tiene la impresión de que todos los habitantes de India se han reunido a su alrededor. Pronto se da cuenta de que no es así, las calles están abarrotadas de gente, coches, camiones y pequeños triciclos pintados de negro y amarillo usados como taxis, los rickshaw, que tantas veces va a tomar durante el viaje.
 
Pasados los primeros días en Coimbatore Diego toma un tren que le lleva a Cochin, una ciudad de la región de Kerala, en la costa Oeste de India. Desde allí viaja a Chennai, en la costa Este, y desde aquí irá hasta Calcuta. A Calcuta le siguen otras ciudades, como Delhi, Agra y Jaipur. En todas ellas, evita alojarse en hoteles caros, intenta comer comida india, aunque las especias no le han gustado nunca, y tiene cuidado al beber agua:

- Siempre embotellada – le había dicho Gautam, como un último consejo antes de despedirse.
 
Todos los días, antes de irse a dormir, lee lo escrito en los cuadernos en blanco que compró en Madrid. Hoy, en su hotel en Agra y habiendo transcurrido casi dos meses desde su llegada, se siente muy contento por el dibujo que ha hecho a mano del Taj Mahal, aunque casi está más orgulloso de haber sido el único occidental que en ese momento lo visitaba, es decir, el único hombre blanco, barbudo y sucio frente a un buen número de indios vestidos elegantemente, mujeres vistiendo coloridos saari de seda natural y niños que le señalaban con el dedo. Se siente rico de experiencias, que no de dinero. En su bolsillo le quedan no más rupias que las equivalentes a 300 EUROS, lo justo para sobrevivir hasta el día de su partida desde Coimbatore hacia Madrid.
 
El tren que le lleva hacia la ciudad de Mumbai está lleno por dentro y por fuera de pasajeros, pues muchos de ellos están sentados sobre el techo de los vagones. No parece una tarea peligrosa dada la escasa velocidad con la que avanza el tren. A su llegada a Mumbai el tren continúa su camino hacia Bangalore todavía más lleno por los pasajeros que se montan cargados de bultos en Mumbai. Al intentar pagar al conductor del rickshaw que le ha llevado a su hotel, Diego nota que el cuaderno donde guarda el pasaporte y las rupias que le quedaban no está en la mochila. Es el primer momento en que se siente solo y en apuros. De inmediato se ofrece a pagar, pero no sabe cómo. El conductor se llama Yamir, no se enfada y le lleva al barrio de Dharavi, donde él vive. Allí le presenta a su familia y le permite dormir en su modesta casa, por llamar de alguna manera a lo que nosotros llamamos “chabola” con el suelo de tierra y las paredes de chapas y maderas. Diego no pregunta dónde está el lavabo, ni el agua porque está claro que no hay lavabo, no hay agua corriente, no hay un váter, no hay, no hay, …
 
A la mañana siguiente y sin dormir, Diego empieza a ayudar a traer agua desde el pozo más cercano, ayuda a barrer la calle, ayuda en todo lo que puede. Al finalizar la tarde está muy cansado y recibe una visita inesperada. Un anciano hombre, delgado y de piel muy arrugada, que se le acerca y le regala el caparazón vacío de una tortuga.
 
- Has trabajado duro, lo has hecho con tus manos. Los vecinos del barrio te lo agradecemos con este caparazón que se convertirá en lo que desees. Sólo tienes que escribir tu deseo en un papel que has de colocar dentro.
 
Diego no sabe qué pensar, hace un rato se había dormido ligeramente por el cansancio y piensa que todavía duerme y que es un sueño. Pero rápidamente arranca un papel de uno de sus cuadernos, escribe “El cuaderno con mi pasaporte y las rupias” y lo introduce en el caparazón.

- Tendrás que tener el caparazón contigo durante 30 días para que oiga tus deseos – dice el anciano, que a continuación se marcha.

Treinta días es tiempo suficiente para ganar algo de dinero y poder comprar el billete de tren para llegar a Coimbatore y tomar el avión de regreso. Diego se siente afortunado por no haber perdido el billete de avión y respira aliviado. Los siguientes treinta días son días de trabajo intenso, días en que piensa en cómo puede ayudar con lo que ha estudiado para mejorar las condiciones de vida de esa gente. Con ayuda de Yamir y sus hermanos, Diego diseña y construye unos canales para evacuar las aguas malolientes hasta un colector próximo, limpian una pequeña finca de terreno abandonada y la preparan para sembrar, etc. No es gran cosa, pero algo es algo para los que le han ayudado. La pena es que no tienen plantas que cultivar o semillas que plantar, valen demasiado dinero para ellos.

Son las diez de la noche y han pasado 30 días. Delante de Diego están el caparazón y el papel arrugado con el deseo “El cuaderno con mi pasaporte y las rupias” escrito, casi borrado por la humedad de su sudor. No tiene claro si quiere introducir el papel en el caparazón, duda y grita “¡Qué córcholís estoy pensando!”. Entonces rompe el papel y le cuenta a Yamir su encuentro con el anciano. Yamir se ríe de Diego.

- Eso es una fábula hindú, el viejo te ha tomado el pelo – contesta Yamir.

Diego debería estar enfadado por su estupidez, pero no parece afectarle este comentario. Cuando se marcha Yamir, escribe en otro papel una corta frase que introduce en el caparazón.

La verdadera historia de Diego en India comienza dos horas más tarde cuando encuentra un saco de semillas de anacardos, esos ricos frutos secos que tanto nos gustan, en la entrada de la finca que habían arreglado. Para Diego eso no es una casualidad y se convence de que el barrio de Dharavi es su casa. A las semillas de anacardos, le siguen semillas de pimienta, de pistachos y de otras especias, compradas con el dinero conseguido al vender la primera cosecha de anacardos.
 
El viaje de Diego no es un viaje a India, es un viaje que le enseña lo que puede conseguir con lo que ha estudiado en un lugar que lo necesita. Todavía hoy Diego sigue viviendo en Dharavi.